En un pequeño pueblo envuelto en la penumbra perpetua de nubarrones sombríos, vivía una joven llamada Isabella, cuyos pasos resonaban silenciosamente en las calles desiertas. Era conocida por todos, no por su belleza, sino por la extrañeza que la acompañaba: carecía de reflejo.
Isabella vagaba por la vida sin poder ver su propio rostro, una ausencia que la sumía en un misterioso desasosiego. Las sombras la seguían, danzando a su alrededor como testigos silenciosos de su peculiaridad. La gente del pueblo murmuraba sobre pactos oscuros y presencias invisibles que la habían despojado de su propio reflejo.
Cada noche, Isabella se paraba frente al espejo en su habitación oscura, buscando en vano la imagen que todos los demás podían ver. Su rostro, invisible para ella misma, se perdía en la oscuridad del cristal. La tristeza la envolvía como una niebla fría, y su existencia se volvía más melancólica con cada día que pasaba.
Un día, un extraño anciano llegó al pueblo, llevando consigo un espejo antiguo y polvoriento. Dijo haber oído hablar de la chica sin reflejo y afirmó tener la solución a su enigma. Isabella, esperanzada, aceptó el espejo como su última esperanza.
Al mirar en él, algo extraordinario sucedió: en lugar de reflejar su figura, el espejo mostraba escenas sombrías de un mundo desconocido. Isabella contempló imágenes de lugares desiertos y figuras difusas que la observaban desde la penumbra. El anciano le susurró que su falta de reflejo era un puente hacia lo invisible, un lazo con un reino donde las sombras cobraban vida.
A partir de ese momento, Isabella se sumergió en un viaje en el que lo tangible y lo etéreo se entrelazaban. Experimentó la belleza y el terror de un universo oculto, descubriendo que la ausencia de reflejo no era una maldición, sino una llave a lo desconocido. Su vida se volvió aún más gris y misteriosa, pero ahora, en vez de desasosiego, llevaba consigo la intriga de lo invisible.

