
Cuando era niño, vivía en una pequeña ciudad, donde solo había dos lugares donde podías encontrar juguetes de verdad: el Súper Ahorros y el Fénix. Cada vez que iba con mi mamá, lo primero que hacía era correr hacia donde estaban los juguetes. Ahí, entre todos, había uno que siempre me atrapaba: un Polly Pocket en forma de corazón. Solo verlo me hacía sonreír, porque era como tener un mundo entero en mis manos. Me imaginaba abriéndolo, viendo la casita diminuta adentro, con todos esos detalles mágicos. Era un sueño que me llenaba de alegría.
Al principio, todo era pura emoción. Soñaba con llevarlo conmigo a todas partes, a casa de mi abuela, a la carnicería, al mercado, a la fila de las tortillas y al taller de bicicletas de mis padres. Y con solo abrir ese pequeño corazón, hacer surgir todo un mundo para jugar en cualquier lugar, como si fuera un bello secreto solo mío. Pero, mientras más lo miraba, algo dentro de mí empezaba a cambiar. Recordaba lo que todos decían, «ese juguete es para niñas». Y de pronto, esa felicidad se transformaba en una sensación extraña, como si estuviera deseando algo prohibido.
Me quedaba ahí, en esos pasillos, con los ojos fijos en ese pequeño tesoro de plástico que nunca sería mío. No podía pedirlo, no debía pedirlo. Porque en Tierra Blanca, donde todos se conocían y donde las cosas siempre eran de cierta manera, un niño no podía querer un Polly Pocket. Era algo que no encajaba, algo que me haría diferente, y no de la manera que los demás aceptarían.
Esa idea empezó a dolerme, como una espina clavada en mi pecho. ¿Por qué no podía tener lo que quería? ¿Por qué un simple juguete, algo que me haría tan feliz, tenía que estar fuera de mi alcance solo porque era un niño? Con cada visita a la tienda, el deseo se mezclaba con la tristeza, y la tristeza con el enojo. Un enojo silencioso, que crecía con cada vez que tenía que apartar la mirada, con cada vez que me decía a mí mismo que no era para mí.
Al final, lo que más me dolía no era no tener el Polly Pocket, sino saber que no podía ser quien realmente era, que no podía desear lo que quería sin que los demás me juzgaran. Y eso me llenaba de rabia. Rabia porque sabía que estaba atrapado en un lugar donde ser diferente significaba renunciar a tus sueños, donde un simple deseo podía convertirse en algo imposible solo por las expectativas de los demás. Sabía que nunca tendría ese pequeño corazón, y eso me dejaba con una tristeza profunda y un enojo que, aunque no siempre lo entendía, no podía ignorar.

Autor: Roberto González Rivera

