Relato: «DDT»

Por la época en que Julita murió, el mundo parecía un poco más pequeño. Mi hermana tenía doce años y yo apenas la mitad. Nuestra única preocupación era dejar de ser invisibles para la familia en aquel pequeño universo.

El día que Julita murió, el sol brillaba tanto que las abejas salían furiosas de las colmenas. Era nuestro deber cuidar las enormes cajas donde ellas trabajaban. Con el resultado de ese trabajo, los mayores fabricaban velas y extraían miel que vendían en Santa María, a dos horas de allí. Papá y mamá estaban entonces en el pueblo. El mundo era de los niños.

Mi hermana amaneció ese día con dolor de cabeza. Por la expresión de su rostro, parecía que docenas de abejas revoloteaban dentro de su cráneo. Llegué a pensar que de alguna forma tomaban venganza por todas sus hermanas sin hogar, echadas a humaredas y escobazos por el santo nombre de la cera natural.

No aguantó más el trabajo. Se apartó del resto y tendió un petate en el suelo del cuarto de adobe donde dormíamos. Los siete hermanos pasamos frente a ella ese día con las colmenas en las manos, chupando miel de las rejillas y espantándonos con humo de olote las abejas amenazantes que defendían su trabajo. Más de uno aprovechó la oportunidad para gritarle a Julita: “Ya, pinche chamaca, mañana te mueres”, mostrándole las ollas de miel derramándose por los bordes.

Mientras escribo esto recuerdo a Julita cerrando los ojos con fuerza, y cómo nos burlábamos. El mayor de los hermanos pasaba de los quince años, e incluso él se burlaba del malestar de Julita. Se podría decir que le teníamos envidia. Ella había aprendido a tejer, bordar y rezaba rosarios enteros antes de los seis años. A los siete, durante una sequía que nos arrancó del noviembre flores de cempasúchil, construyó un arco de muertos con solamente papel de cigarros. La gente del pueblo le decía a mamá que tuviera cuidado, porque una niña que aprendía tan rápido no podía ser otra cosa que un capricho de dios.

Un día hasta le pidió a papá que la dejara estudiar como a sus hermanos. Él sostenía la idea de que los hombres debían ir a la primaria hasta tercer año, y las mujeres hasta segundo. “Nomás con leer y escribir” era suficiente. Julita dejó de comer varios días después de eso. Dijo que si no podía aprender, sería mejor que se muriera.

-Le voy a pedir a la virgen que me recoja un día de estos. -Decía en ocasiones.

Se volvió callada, su piel morena empalideció, sus ojos vivos se fueron apagando.

Un día mamá la convenció de retomar la alegría de la vida. Le dijo que la mandaría a la escuela en cuanto juntaran más dinero. Tiempo después Julita llegó conociendo todo sobre el cultivo de abejas. Cuando le preguntamos dónde lo había aprendido, se limitó a contestar que en el campo, un señor le había enseñado. Por eso Julita pensó en cuidar colmenas y nos animó a todos a seguirla con promesas de miel dulce. A ella le interesaba más la cera porque dejaba más dinero. Todo mundo tenía miel y podía hacerla durar con un poco de azúcar. La cera tenía una cualidad diferente, pura, especial. Todos la usaban para hacer velas pero nadie más que ella sabía cómo extraerla. En un momento, sin darnos cuenta, nos encontramos trabajando por y para mi hermana.

El día que Julita murió, llegó un grupo de hombres de la capital. Se les notaba por el cansancio en el cuerpo. Una hora subiendo el cerro y estaban muertos. Cargaban unas máquinas con un tanque en la espalda. Le dijeron al mayor de nosotros que rociarían un pesticida contra el paludismo y debían eliminar todos los focos de infección. No les entendíamos. Era como si habláramos idiomas distintos o viniéramos de otros mundos.

-No están mis papás.

Los hombres entraron escudriñando en cada rincón donde hubiera agua estancada.

-No pueden rociar. Mi hermana está enferma.

-Déjenla en el centro del cuarto, no le pasa nada.

Bañaron las paredes con un líquido apestoso e incoloro. Cuando se secó, dejó un rastro polvoso y blanco sobre la superficie. DDT, dijeron ellos. Recordaría durante toda mi vida cómo el Dicloro Difenil Trifosfato mataba gatos al contacto y mantenía alejados a los animales silvestres, cómo lo rociaban hasta en las escuelas y años después se siguió usando sobre las cabezas de los niños para acabar con las epidemias de piojos.

Los hombres se fueron. Jugamos toda la tarde entre un festín de miel y risas. Dejamos de escuchar a Julita. Se había dormido. Cuando cayó el sol, al descubrirla despierta, descubrimos también que no podía hablar, que tenía la frente caliente y las manos heladas.

 Cuando papá y mamá llegaron en la noche, encontraron a los siete niños durmiendo todos juntos. El mayor estaba sentado frente a la llama de una vela. Comenzó a hablar pausado, con temor en la voz.

-Vinieron unos hombres. Echaron un líquido. Cuando nos dimos cuenta Julita comenzó a moverse mucho. De repente se puso muy fría, como muerta. Los niños se acostaron a dormir con ella, no quise decirles que… no me atrevía a decírselos.

De pie entre la penumbra. Mamá y papá salieron sin decir nada, con gesto sereno. Ella iría a decirle a la gente de los ranchos cercanos, a buscar rezadoras; Él, a conseguir una autoridad. Yo seguía despierto, abrazando a Julita, entre el frío de la carne quieta y el calor humano.

Al otro día se armó la fiesta. La casa se engalanó porque trajeron al sacerdote y a un representante del municipio. Las mujeres, todas rezaban; los hombres, todos bebían. Después me enteré de que mamá se desmayó durante el entierro. Su semblante impasible se quebró cuando vio la tierra caer sobre la caja rústica. No supo más de sí. Papá agarró una borrachera de dos semanas. Mis hermanos y yo anduvimos rodando entre los vecinos durante esa temporada. Y aún al regresar todos juntos, parecía como si una parte del alma nos hubiera sido desprendida.

Una noche, mi hermano mayor se acercó a mamá. Le contó que había soñado con Julita, que desde la muerte le contaba lo lindo que era ese lugar, que no estuvieran tristes, que la muerte era como cuando un pariente se va a la capital. Ahí está, pero no lo vemos. Eso la calmó un poco.

Con el tiempo, los mayores comenzaron a trabajar y los menores pudimos estudiar fuera de nuestro pequeño universo. Murieron nuestros papás y han muerto ya cuatro hermanos. Ayer me habló el mayor, después de más de diez años. Escuché su voz llorosa del otro lado del auricular. Me dijo que todo era mentira, que no había tenido aquel sueño y la muerte no era tal cosa. Contó tras el teléfono que soñaba largas temporadas con ollas de miel de las que brotaban piojos muertos del tamaño de un gato, o estatuas de cera con la forma de mi hermana, derritiéndose, dejando tras de sí un olor a DDT insoportable. Se levantaba constantemente con la sensación de que alguien muy frío había estado durmiendo junto a él y no podía evitar llorar al encender una vela.

Autor: José Quiroz A. (Joven escritor mexicano, quien se contactó para la publicación de su relato).

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