Chicharra

La noche iniciaba y la chicharra también, la noche real, la que nace no cuando el sol se oculta, sino aquella que surge después, sin hora definida, difusa y profunda. Habían pasado más de quince meses desde que aquel sonido acompañaba sus noches, fuese en casa, en el auto, frente al mar o en algún bar, noche tras noche, sin falta, la chicharra estaba.

Despertó a las cuatro y veinte de la mañana, un mal sueño, una pesadilla. La espalda dolía y la garganta ardía, sentado mientras disminuía el entumecimiento del cuerpo trató de recordar cómo de nuevo había acabado dormido en el sillón y no en su cama, y así como suele ocurrir al despertar después de unos segundos de indiferente tranquilidad y paz, la realidad volvía, y con ella también la chicharra.

Un trago de cerveza y otro de café, pasta de dientes y a verse frente al espejo, el cabello seguía creciendo, ya llegaba al hombro, las ojeras parecían más oscuras y el contorno de sus ojos tenía más grietas. Enjuagó con agua que acumuló con ambas manos, enjuagó todo, boca, rostro, cuello y desvelo. Ese día fue diferente, después de pensarlo y desearlo como otros tantos cientos de días, lo decidió, no iría a su oficina a trabajar, ya no; ese día se quedaría a escuchar cómo y a qué hora la chicharra dejaba de cantar para poder disfrutar de tranquilidad y paz. Nunca calló.

Llovió durante casi toda la noche, al amanecer todo parecía más nítido y con mayor contraste, más húmedo y con ese particular aroma a tierra mojada, petricor. Su pez había muerto, por culpa de la chicharra había olvidado limpiar su pecera y darle de comer, hizo un hueco con una cuchara en el jardín y lo enterró, el cielo tronó y dio un último sorbo al té que tenía frente a él, también había una rebanada a medio comer de pastel, sacó un billete de su pantalón y lo colocó bajo el salero de la mesa del pequeño establecimiento de café. La chicharra no le permitió escuchar la conversación de la mesa que estaba detrás de él, de haberlo hecho hubiera sabido que aquella noche volvería a llover.

Llovió durante casi toda la noche, ya no había pez. Despertó en el sillón otra vez, el cuerpo entumido y el ardor en la garganta como siempre ahí estaban, el televisor encendido y con control en mano y de pie observándolo, estaba la chicharra. No sabía qué hora del día era, le costaba ver a través de la ventana y el reloj de la casa se había estropeado, esa maldita chicharra.

Sin darse cuenta había acabado todo el café, lo supo al tragar un poco de azúcar sin disolver que había en el fondo de la taza. A su derecha y al frente estaban sentados dos compañeros del que hace más de un año había sido su último trabajo, no recordaba cómo había llegado ahí o haber escuchado algo, de hecho, no podía escucharlos, movían la boca, pero el ruido de la chicharra lo enmudecía todo, ya no recordaba a esas personas sentadas ahí moviendo la boca como locos sin hablar, sin pensarlo mucho se puso de pie, sacó un billete de la bolsa del pantalón y lo colocó bajo el salero. De haber podido escuchar, hubiera sabido que la noche de mañana sería nochebuena y la mañana que le sigue, como siempre, sería navidad.

Ya no podía moverse libremente por su casa, la chicharra la habitada casi toda, sólo le quedaba su sillón, una ventana y la puerta junto a ella, y aun teniendo tanto espacio, la chicharra cada día se sentaba junto a él, entumeciendo todo, vibrando hasta dejarlo ciego y sordo, recluido en una pequeña esquina detrás del sillón entre la pared, el piso y una pata del viejo mueble; solo, en completa oscuridad, absoluto silencio y un gran entumecimiento.

Autor: Roberto González Rivera

1 comentario en “Chicharra

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